?No daría una gallina desplumada por el texto que decía que los cazadores no pueden ser santos? – Los cuentos de Canterbury. Geoffrey Chaucer.

Perplejo se queda uno cuando ve cómo fuera de los medios de prensa y audiovisuales especializados se aborda en muchos casos el mundo de la caza. Atónito, al observar con qué descaro maniqueo se cuestiona su práctica en debates seudoéticos. Espantado, al comprobar el cinismo empleado en la elección del perfil de los personajes encargados de defender los postulados cinegéticos, auténticos “troll-cazadores”.

Entonces se comprenden muchas cosas. Se entiende entre otras la pusilanimidad y el apocamiento por parte de no pocos cazadores urbanitas a la hora de abordar y reconocer públicamente su afición a la caza incluso en su medio más cercano. Y es que aunque el poder de los medios de comunicación alcanza a todos los sectores de la sociedad, las grandes ciudades, debido al desarraigo generacional respecto al campo, representan el perfecto caldo de cultivo para que se implante y cale con más ahínco si cabe este bombardeo sistemático de propaganda “vegano-ecologeta de tercera generación”.
El medio rural aunque no permanece del todo impermeable a este discurso trasnochado recubierto de falsa modernidad sí parece resistir mejor sus influjos, y es que en él aún el hombre se encuentra en auténtica relación con la naturaleza, al contrario de lo que ocurre en la urbe donde no existe esta conexión y sí una falsa percepción idílica de la misma gobernada por los preceptos de la hipersensibilidad.
Parece que no queda otra que resistir un nuevo envite y salir en franca defensa de nuestra afición, poniendo en solfa los valores que atesora, propios de un arte reconocido desde los orígenes del hombre. Como decía Ortega y Gasset “La caza es todo lo que se hace antes y después de la muerte del animal”, es el lance, la técnica, el medio, el modo en que se lleva a cabo la captura de la pieza, no se culmina en sí misma sólo con la muerte del animal, no es condición suficiente, aunque como recordaba D. José, sea imprescindible para exista la cacería.
Desde los tiempos de Jenofonte, existen testimonios escritos en los que se ha recomendado el ejercicio de la caza, como fuente de bienestar físico y mental, por contribuir a la perfección de los sentidos al requerir pensar y obrar rápida y correctamente. Así en la historia de la humanidad ha habido periodos en que los cazadores eran los “mejores”, como así los llamaban los algonquinos, pueblo nativo de Canadá que se caracterizaba por tener un hondo respeto a los animales, además de unos valores caracterizados por otorgar a la mujer un papel sociopolíticamente hablando idéntico al del hombre y tener una conducta compasiva y atenta hacia los enfermos, viejos y desamparados.
En la actualidad, además de tener plena vigencia estos valores reconocidos desde la antigüedad, la caza ha adquirido otros nuevos que justifican y refuerzan los beneficios de su práctica. Dudo que haya esparcimiento más valioso y que contribuya más a comprender e interrelacionarse con la naturaleza. En una vida cada vez más desnaturalizada, la práctica venatoria se convierte en un importante medio para introducir al joven en el bosque, reconciliarse con los poderosos ancestros cazadores y entrar en comunión con los secretos de la madre naturaleza.
¿Acaso no contribuyeron decisivamente los jóvenes años de cazador a forjar al naturalista que había por entonces en ciernes y que a la postre fructificó en la inmensa figura de Félix Rodríguez de la Fuente? Él mismo lo confirma cuando prologa la obra “Enciclopedia de la Caza” (Editorial Vergara, 1967), “El naturalista, con toda sinceridad, puede y debe introducir al lector en las artes venatorias. Primero, porque él mismo llegó a conocer y a querer a los animales siguiendo las venturosas sendas del cazador. Y, sobre todo, porque la caza, lo que los científicos llaman la predación, ha venido constituyendo el resorte supremo de la vida desde que ésta apareció sobre nuestro planeta”.
En base a lo expuesto, no cabría otra cosa que recomendar la iniciación de todo joven en la caza, aunque sólo sea por diversión al principio, confiando en que la evolución personal y la distinción de sus propias inquietudes le lleven bien a alcanzar la plenitud como cazador o tal vez al abandono definitivo de las artes de caza y la consecución de otros objetivos vitales, pero en cualquier caso quedándole un poso de amor por la naturaleza que le acompañara para bien el resto de sus días.
Por todo lo dicho, me atrevería a afirmar que el muchacho que nunca ha salido de caza, no sólo no es más humano por ello, sino que lamentablemente ha descuidado su educación.


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