¡Nuestros perros son de caza!

En estos tiempos en los que se criminaliza -otra vez más- a los cazadores en general a consecuencia del supuesto trato que damos a nuestros perros de caza, uno se pregunta cómo alguien puede opinar sin conocer -otra vez más- lo que para nosotros, los cazadores, son nuestros perros. Dirán:? una herramienta. ¡Pobres imbéciles?.! De mis perros, ni muuuu, que son de la familia.

¿Nuestros perros forman parte de nuestras vidas o nosotros de las suyas?…. A veces me pregunto esto porque está claro que nuestros perros condicionan muchas de las decisiones que tomamos en el devenir de nuestra vida. Vacaciones, viajes, horarios, tiempo libre, vivienda, coche, gastos, relaciones, incluso las familiares, se ven afectadas por nuestros perros de caza. Llegan incluso a influir, de manera notable, en nuestro estado de ánimo, pudiendo provocar alteraciones del carácter según una serie de circunstancias que se pueden ir dando para bien o para mal. Así que creo: “que el mejor esclavo del perro es, sin lugar a dudas, el hombre”.
 
Esa “esclavitud” aceptada o incluso deseada, ya que somos libres de tenerlos o no, no es algo forzado, es una consecuencia que, para quienes decidimos tenerlos, se convierte, por muchas vueltas que le demos, en una absoluta dependencia. Quiero relataros un suceso para hacer hincapié en la responsabilidad que conlleva el hecho de tener perros, incluidos los de caza, en cómo pueden afectar a nuestros planes y a nuestras relaciones personales. Los perros son nuestra responsabilidad y su cuidado nuestra obligación; pero cuantas veces los usamos, a nuestra conveniencia, como el motivo para esquivar un compromiso o una obligación…. ¡Irnos el fin de semana!…. y quien cuida los perros. Nuestros perros no pueden ser la excusa, son solo nuestros compañeros  y nuestra  responsabilidad, nada más. Debemos reflexionar sobre ello y compaginar su tenencia con nuestras obligaciones y deberes.
 
La última -digo la última esperando la siguiente- situación acaecida en mi perrera ha estado relacionada con DAMA, mi pati -en el argot: un cruce de podenco andaluz con Maneto- de ocho años; especialista ella en complicarme la vida y pagármelo luego con creces. Se puso de parto un sábado, es decir, de siete días disponibles empezó por elegir el fin de semana, amén de coincidir con unas gélidas temperaturas impropias para la fecha, pero esto no es culpa de mi pati ¡faltaría más! Con sus antecedentes -una cesárea en el primer parto- esto ya era preocupante y empecé a ponerme de los nervios. Sobre las siete de la mañana, mi hija -yo jamás he conseguido levantarla a esa hora para otras tareas- bajo a la perrera y comprobó que había parido un cachorro muerto y una cachorrita viva, subió a contármelo, creyendo que estaba dormido -¡¡jaja!!… no había pegado ojo en toda la noche-, y bajamos a verlos en chanclas y bata. Vimos a la perra demasiado tranquila y comprobamos que a la cachorrita le había cortado su madre el cordón umbilical de tal manera que sangraba abundantemente, así que el primer paso fue coger hilo de sutura y coser la herida del bebé. 
 
Nos volvimos a la cama -no quiero contaros lo que dijo mi mujer cuando me metí helado como un polo- para calentarnos un poco y esperar, “tranquilamente”, acontecimientos. Sin parar de mirar el reloj aguantamos lo que pudimos, que fue poco, y llamé a mi veterinario, sabía que se iba de viaje y quise hablar con él antes de que lo hiciera, me dio un plazo de una hora y media para ver la evolución y tras otra llamada se presento en casa -es de otro pueblo-, la revisó y decidió ayudarle con una inyección, advirtiéndome, que si el parto no se reactivaba en algo más de una hora debía llamar a la clínica para que se preparasen para una cesárea. Otra….¡¡no!! Pero como dijo el dichoso Murphy: “cualquier situación es susceptible de empeorar”. Y empeoro. Carreras, gritos, nervios y al coche…, mas de 20 km. hasta la clínica; estaba abarrotada. ¡¡Qué desesperación!! 
 
Tras una radiografía que revela tres cachorros más en la madre, entramos al quirófano; preparativos, anestesia, entubar…. ¡Increíble! Mientras tanto mi hija, en la sala de espera, alimentaba con suero a la cachorrita ya nacida. Comienza la cesárea y la veterinaria me dice que el estado del útero es pésimo, va sacando los cachorros literalmente muertos, me da una toalla y me dice que los reanime frotándolos y sacudiéndolos de arriba abajo -las dos veterinarias bastante tenían con las complicaciones que surgían en la madre-, voy alternando la reanimación; diez o quince minutos interminables cuando una de ellas, como si hubiese resucitado… ¡reacciona!, fue una sensación increíble que me nublo la vista, la deje junto a la bolsa de agua caliente preparada al efecto y con un ánimo resurgido me fui a por los otros, más de media hora de esfuerzo sudando como un pollo no dieron el fruto deseado, no reaccionaron, fue desilusionante. Mientras tanto, habíamos decidido extirpar a la madre todos los órganos reproductores dado su estado y los posibles riesgos. Todo se fue  relajando y una vez reanimada  la madre, volvimos a casa llagadas las tres de la tarde.
 
Mi mujer ha tenido cuatro hijos y no asistí al parto de ninguno de ellos, seguramente porque eran otros tiempos o por otros motivos, no sé, si he asistido a los partos de mis perras y como veis, a dos cesáreas. Está claro que nuestros perros son parte de nuestra familia, lo preocupante es que por un motivo u otro pasen a ocupar un lugar que no le corresponda. Son nuestra responsabilidad cuando decidimos tenerlos en la forma que lo hacemos, yo así lo asumo, solo quiero recordar que también son nuestra responsabilidad los otros miembros de nuestra familia. 
 
La segunda fase de todo este tema incluía la recuperación de la anestesia, el control de los cachorros, la alimentación, etc.
 
Creo no haber bajado unas escaleras tantas veces en toda mi vida como lo hice la tarde de aquel sábado, ni siquiera en la mudanza de vivienda. Preparamos la paridera con su lámpara de calor, lámpara que ya había tenido la perra un par de días antes del parto dado el mal tiempo; la perra se recupero bien y nos pasamos toda la tarde comprobando si tenía leche y colocando a las dos cachorras en un pezón, luego en el otro, más tarde en otro, en otro, en…… -tengo que decir que para relajar tanta tensión nos fuimos a campear un ratito, ¡qué bien lo pasamos!, ahí te das cuenta que merece la pena el esfuerzo-. A la vuelta comprobamos que todo iba bien y nos pusimos, bueno, mi hija, a prepararle a la madre su comida: cortó unos trozos de caparazones y los puso al fuego en una cacerola con agua, junto con unas patatas y un buen chorreón de aceite de oliva virgen extra -es curioso, yo no la he visto cocinar casi nunca-, casi acabado el guiso se le ocurrió añadir algo más, y ni corta ni perezosa fue a la despensa y cogió un paquete el espagueti que añadió al caldo. Todo esto no tendría más importancia si mi mujer hubiese estado presente, el problema vino cuando casi al final del proceso, se presento en la cocina y vio semejante festín, mi señora -amante de los perros pero a cierta distancia- aprovechó la ocasión, como no, para exclamar esa serie de reproches a los que nos tienen sometidos nuestra respectivas cuando ven, con celos, esas relaciones, casi maritales, entre nuestros perros y nosotros. ¡¡Cuando yo he parido no has tenido tantas atenciones!! ¡¡Que has cogido los espaguetis!!….. Exclamo. Yo le atribuí toda la culpa a mi hija -ya sabéis que las relaciones entre madre e hija son más cómplices- y nos largamos, otra vez, escaleras abajo. Quiero añadir en honor a la verdad, que mi Santa Esposa estaba más preocupada que cualquiera de nosotros por nuestra querida “DAMA”, pues de toda la familia, es la única que sabe lo que es parir.?Llegada la noche procedimos a curar la cicatriz, cambiar el vendaje, dar la medicación, limpiar, etc. etc. Cogimos el referido guiso, lo emplatamos y se lo dimos a degustar a la parida, la perra ni mirarlo. ¡Será el punto de sal! le dije a mi hija. En fin, a las tantas de la noche subimos las conocidas escaleras y nos fuimos a la cama.
 
Domingo 8 de la mañana: Con antelación a todo este suceso teníamos previsto visitar Córdoba y sus patios, aprovechando para llevar a mi hija pequeña que estudia allí. Me levanté y visité a la parida comprobando que tanto la madre como las hijas estaban perfectas, me dispuse a darle la medicación y veo que no están las medicinas, miro y remiro en todos lados, despierto a mi hija, le pregunto y empiezo a figurarme con estupor que las malditas medicinas han ido a parar a la basura. Las había tirado cuando curamos a la perra la noche anterior. ¡Increíble! A las 9 horas del domingo llamé a la veterinaria para contarle semejante hazaña -la veterinaria es joven, así que podréis imaginar que estaba durmiendo-, me citó en la clínica y allí me presente para recoger una nueva medicación. ¡Os recuerdo que nos íbamos de viaje! De vuelta a casa, me planto ante mi señora con cara sonriente y le digo: ¡venga vamos!, a lo que me contesta: y la perra qué, se queda sola, anulamos el viaje y punto. Lo dicho, UNA SANTA. De ninguna manera, le digo, la perra esta perfecta, así que vamos y nos relajamos un poco. Pusimos rumbo a Córdoba  donde  pasamos  el día  pensando, claro está, en nuestros perros.
 
DAMA, como pasa con algunos miembros de la familia, es algo especial, ella lo sabe, sufre de epilepsia desde joven y desde hace unos años leishmania. Yo le digo que  no hace falta que llame tanto la atención, que para mí no hay otra y que la cuidaremos siempre, que me va a matar a disgustos, pero como dice el dicho: “quien bien te quiere te hará llorar”. Será eso.
 
Mis perros, son perros de caza… ¿Dónde está la diferencia?
 
PD: este relato podría firmarlo cualquier dueño responsable, sea o no cazador.


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